La primera vez que entré en un colegio como estudiante de
prácticas, estuve en un aula de cuarto de
primaria, donde enseguida se destacó uno de los chicos por su comportamiento
alborotador y bajo rendimiento. El
profesor, D. Angel, que hacía honor a su nombre, intentó justificarlo por la cercana y
dramática muerte de su padre. Me interesé por el tema y me contó, con pudor y lástima, lo que el
chico siempre callaba, que fue debido a una caída, en un intento de trepar por una
pared del estadio para colarse a ver un partido de fútbol.
Esto me hizo pensar que hay una clase de muerte, tan triste
como ridícula, que deberíamos evitar provocar, tanto por el hecho de jugarnos
la vida por una simpleza como por la secuela poco digna que se le deja a la familia. Si hay
que morir de forma trágica y repentina, al menos que haya un hecho irremediable
o una causa noble que lo justifique.
Este recuerdo me ha venido al saber la noticia de que una
pareja de jóvenes ha muerto en Londres tras caer desde una terraza de un sexto
piso donde, según un vecino, practicaban sexo. El hecho ocurrió durante una fiesta de fin de curso. Esto se ha prestado a comentarios jocosos que, mejor obviar por respeto a ellos y sus familias.
A menos que, como dicen las madres, nos pongan alguna droga en el vaso sin advertirlo, cosa difícil, dado lo caras que están las drogas, todos sabemos, o debemos saber, cuándo llega el momento de dejar de beber o de abandonar cualquier comportamiento que implique un grave peligro. Es como un aviso que nos llega al cerebro mientras los otros nos animan a arriesgarnos y ofrecer “circo”. Pero ellos, al día siguiente también preferirán reírse de nosotros que ir a nuestro entierro…. ¡Tonterías, las precisas!
El entierro del señor de Orgaz. El Greco. 1588. Toledo