Estuvo a punto de quedarse dormida. Pero,
apresurándose, podía llegar a
tiempo. Caminó rápidamente hacia la estación,
llegando antes que el tren que salía para Madrid. Era fin de semana y el andén
estaba repleto, tanto de viajeros como de acompañantes.
Deambuló despacio entre la gente. Algunos viajeros eran
rodeados por sus familiares. Otros iban solos, no los despedía nadie o quizá alguien
con semblante serio, indiferente o de estar allí por compromiso. Observaba a todos,
a los niños que se resistían a soltarse de alguna mano, a las madres que se
deshacían en recomendaciones, a quienes disimulaban las lágrimas y quienes las
exhibían, quienes ayudaban con las maletas y, sobre todo, no podía evitar el
mirar a las parejas que se fundían en un beso interminable.
El tren paró sólo unos minutos y se marchó, como así lo
hicieron los acompañantes y ella detrás, casi la última, como siempre, volvió
sobre sus pasos. No podía remediarlo, desde hacía muchos años, desde aquella
vez en que despidió en esa misma estación a aquel novio que nunca volvió, tenía
una tendencia casi enfermiza, a acudir allí asiduamente. Al principio fue con
la ilusión de verlo regresar, pero con el tiempo se dio cuenta de que observar
las idas y venidas de los demás, sobre todo las despedidas, le recordaba que había
vidas, planes, etapas… le hacía sentir algo.
La próxima vez vendré con la maleta –se dijo con firmeza.