Erase una vez un
hombre bueno, responsable e inteligente, que desde muy joven ejerció diferentes trabajos, incluso
tuvo su propia empresa con otro socio. Como nunca dejó de formarse, trabajó
muchos años en la Administración local y, por méritos propios, ocupó lo que se
suele decir “un carguito”. Entre sus funciones estaba la de contratar personal
de forma puntual para ciertas tareas concretas. Era una época en la que fueron
a buscarle muchos amigos, conocidos y extraños. Unos en busca de trabajo, otros
de asesoramiento, de información, aquel intentando agilizar un trámite o
conseguir entrevistarse con alguien. En fin, todas esas gestiones para las que
viene bien acordarse de un amigo.
Pero llegaron unos políticos que, injusta e
ilegalmente, lo despidieron junto a otros muchos compañeros. A partir de
entonces, empezó a sonar menos su teléfono, a no tener varios compromisos para
tomar un café. Algunos compañeros y amigos se fueron apartando, incluso aquel
que tanto repetía que era bien nacido porque era agradecido. Para quien gustaba
de hablar con él e intentar obtener cierta información, parece que su compañía
ya no era tan agradable…
Llamó a varias puertas. Empezó por los amigos y aquellos a
quienes de una u otra forma había facilitado trabajo. Casi todos estaban muy
ocupados o la crisis también les había pillado. Pero vio que a su alrededor
había gente. Estaban los auténticos, los de verdad. También aparecieron otros
nuevos. Incluso reaparecieron antiguos amigos a los que llevaba muchos años sin
ver. Alguien a quién no conocía le echó una mano. Y comprobó que existe gente
buena.
Hoy ese hombre tiene un poder que no todos consiguen: saber
quiénes son sus amigos.
Y colorín colorado, este cuento no se ha acabado y, a veces, parece que la vida es una noria.
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