El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español. Sin embargo,
lo contrataron como pinchadiscos en la discoteca del hotel español donde yo
trabajaba. Iba recomendado por Anselmo,
un gran amigo de mi marido, que conocía al director.
Me subyugó desde el primer momento. Era pelirrojo y yo no
podía resistirme, así que cuando Luis, mi marido, Anselmo y él, Erik, quedaban
para jugar al tenis o ver un partido, hacía cualquier cosa por aparecer por
allí. Me encantaba que viniera a casa. Empezamos a frecuentar la discoteca del
hotel por las noches. A veces se sentaba con nosotros un rato, yo con verlo y
tenerlo cerca, me conformaba, me gustaba oír su voz, aunque no lo entendiese,
pero me disgustaba que Luis y él hablaran en alemán. A pesar de que ninguno de
ellos parecía dominar el idioma, se
dedicaban largas parrafadas. Me quedaba tan absorta mirándolo, que temía que se
me notara. El también parecía querer comunicarse conmigo.
Un día me entregaron en recepción el teléfono móvil que Erik
se había olvidado en la discoteca. ¡Qué placer, tener algo suyo entre mis
manos! No pude reprimirme y me puse a curiosear. Me extrañó ver fotos con Luis
en sitios que yo no sabía que habían estado. Encontré mensajes amorosos, ¡en
español! ¿Tenía una novia
española?, pero mi desconcierto llegó a
la indignación y a la amargura cuando
comprobé que los mensajes pertenecían a mi marido.
Fui yo quien abandonó la casa y el trabajo. No podía vivir
cerca de ellos. Nunca averigüé desde cuando se conocían.
Horacio Diez. Carl Larsson