Aquel domingo de Noviembre, me desperté indispuesta y
sobresaltada. Me asusté, pues noté por los síntomas que aquello iba en serio.
De hecho, un rato después me llevaron al hospital.
Yo había organizado una comida campestre, rociada con el
primer mosto de Jerez, con un buen grupo de amigos. Según avanzaba la mañana y
ante mi ausencia, la intuición o las noticias que vuelan, hicieron que se
fueran presentando hermanos y amigos en la habitación del hospital. No faltó
nadie.
Ellos se saludaban, charlaban, reían y hablaban de mí en
tono jocoso, ajenos a que yo no sabía qué hacer para calmar el dolor que me
invadía. Ni los consejos de los sanitarios, ni el gotero, sirvieron de nada. Tu padre no se atrevió a
despedir a las visitas y llegué a morderle en una mano llevada por la desesperación. Además, tenía mucha hambre, pero no me dieron
comida en previsión de una posible intervención con anestesia.
Por fin, a última hora de la tarde, en una aséptica sala,
donde una incómoda postura llevó mi sufrimiento al límite, sin que llegara la inconsciencia,
hubo un momento en que todo paró, sentí un vacío y todo se tornó en felicidad cuando el médico
te colocó sobre mí y sólo supe decir: “mi niña”, “mi niña”…mientras te sostenía
incrédula y papá grababa.
¡Feliz cumpleaños, hija!
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