Llevaba una
rosa seca en el pelo, el vestido arrugado, el rimmel corrido, un pendiente en
el bolso, una lentilla de menos y los zapatos de tacón en la mano. Al entrar en
el ascensor se vio en el espejo, y esbozó una sonrisa bobalicona. “Dios mío,
que no me vea ningún vecino”, se dijo.
Ya en la casa,
se quitó la rosa, la que él le puso del florero de la mesa, en un sorprendente
gesto que deseó que fuera sólo el principio.
De todas
maneras, nunca la comida de empresa dio tanto de sí.
La grande bouffe. 1973
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