En épocas de dificultades, como pasó en la Gran Depresión del 29, durante la I y
II Guerra Mundial, y las posguerras, surgen los llamados huertos comunitarios,
huertos urbanos, o de resistencia. Con
esta crisis también; ya sea por subsistencia, ecología, moda o afición, somos
muchos los que tenemos un trozo de tierra, o unas macetas, dedicados al cultivo
de verduras.
Para mí ha sido un placer descubrir el contacto directo y
continuo con la naturaleza, disfrutar del olor de la tierra mojada y pasar del
romero a la yerbabuena y del hinojo a la albahaca. Descalzarme, pisar la
hierba, plantar semillas y tocar los
frutos que están creciendo me recuerdan que la evolución de cualquier ser,
animal o vegetal, supera a todas las máquinas. Es constatar que la felicidad
está en las cosas sencillas y ponernos en contacto con lo que hicieron tantos
hombres para alimentarnos, los agricultores, desde toda la historia de la
humanidad, a la vez que reconocer lo duro de ese trabajo hecho a gran escala.
Claro que no todo son satisfacciones y hay que quitar las
malas hierbas, que como los malos compañeros o las amistades tóxicas, te quitan
o perjudican el terreno y he librado varias batallas con los caracoles, debiendo admitir que algunas las han ganado ellos
.
Ayer entré en la cocina orgullosa, abrazando un gran manojo
de hojas verdes, húmedo todavía y
manchado de tierra. Mis hijos al verme exclamaron al unísono: “No, otras vez
acelgas, no, por favor. Nos negamos". Y calentaron una pizza, sin que yo pudiera
remediarlo.
Bodegón de Juan Sánchez Cotán. Museo de S. Diego (California)