Celia salió de la ducha ilusionada porque Fernando, aquel
chico de su pueblo que tanto le gustaba, por fin parecía prestarle atención. La
había invitado a su fiesta de graduación en la Universidad y además, él, que
era motero, la recogería en su Aprilia 650,
en una calle cerca de donde ella se alojaba, el piso de una amiga en una
zona peatonal.
Cuando entró en la habitación vio sobre la mesa un casco que
la amiga le había dejado antes de salir. Ella, poco había ido en moto y nunca
con un casco integral de ese tipo, así que decidió probárselo para comprobar si
le aplastaba mucho el pelo y también para no parecer después una inexperta al
quitárselo. Pero cuando quiso, no pudo quitar el cierre por más que apretaba.
Tiró de un lado, después de otro, ambos a la vez con fuerza, y no hubo manera. Tampoco
debía cortar las correíllas. No podía despojarse de él. Se
miró en el espejo por si había alguna pieza en la que no hubiese reparado y… se
dio cuenta de que solo llevaba la toalla. El pánico empezó a adueñarse de ella.
Intentó llamar por teléfono, pero así no podría. Tampoco era posible poner un
mensaje de móvil porque no llevaba las gafas que usaba. Se asomó a la ventana
por si veía alguien que pudiera ayudarla, pero nada.
Cuando intentó ponerse su precioso vestido, de vuelo, pero
ceñido por arriba y no le entró por los pies, se dio cuenta de que no iría a
ningún sitio. La camiseta que se había quitado, se ponía por la cabeza y su
amiga usaba cuatro tallas más que ella. Tímidamente salió y llamó al piso de al
lado, sin respuesta. Si salía andando por el centro, con el casco y con una ropa que más podría
parecer un disfraz, la detendrían. Además, cuando llegara, Fernando ya se
habría ido.
Exhausta, decepcionada, con dolor de cabeza, se echó sobre
la cama y lloró.
A las pocas horas, llegó la amiga, que no pudo evitar la
risa en medio del drama. Con un toque certero abrió el casco y la convenció
para que se vistiera y fuese, si no llegaba a mitad de la cena, estaría al
menos en el baile, -le dijo. Aunque
triste y malhumorada, después de ver que tenía siete llamadas perdidas de
Fernando, así lo hizo y buscó un taxi que
la llevara al hotel donde se celebraba la fiesta. Lo llamó al móvil, pero no hubo respuesta. Al llegar vio algunos recien graduados en el
jardín; habrán terminado ya de cenar, –pensó. Le pareció ver a Fernando
caminando, sí era él, acompañaba a una chica a la que rodeaba con el brazo por
la cintura. Instintivamente se dio media vuelta.
Tardaron mucho en volver a verse.
Vacaciones en Roma. William Wyler. 1953