sábado, 24 de noviembre de 2012

SÍ, MAMÁ

Ten cuidado. Mira bien antes de cruzar. Abrígate, que puedes coger frío. Guarda bien ese dinero. ¿Se te olvida algo?  Llámame cuando llegues. No te preocupes, yo te recojo.
¿Te has tomado ya el cola-cao?
- Sí, mamá.
Cuarenta años después.
 Ten cuidado. Mira bien antes de cruzar. Abrígate, que puedes coger frío. Guarda bien ese dinero. ¿Se te olvida algo?  Llámame cuando llegues. No te preocupes, yo te recojo.
¿Te has tomado ya las pastillas?
-Sí, hija.

Autorretrato Louise Elisabeth Vigée Le Brun con su hija. 1789. Museo del Louvre

sábado, 17 de noviembre de 2012

SE HIZO EL SUECO


El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español. Sin embargo, lo contrataron como pinchadiscos en la discoteca del hotel español donde yo trabajaba.  Iba recomendado por Anselmo, un gran amigo de mi marido, que conocía al director.
Me subyugó desde el primer momento. Era pelirrojo y yo no podía resistirme, así que cuando Luis, mi marido, Anselmo y él, Erik, quedaban para jugar al tenis o ver un partido, hacía cualquier cosa por aparecer por allí. Me encantaba que viniera a casa. Empezamos a frecuentar la discoteca del hotel por las noches. A veces se sentaba con nosotros un rato, yo con verlo y tenerlo cerca, me conformaba, me gustaba oír su voz, aunque no lo entendiese, pero me disgustaba que Luis y él hablaran en alemán. A pesar de que ninguno de ellos parecía  dominar el idioma, se dedicaban largas parrafadas. Me quedaba tan absorta mirándolo, que temía que se me notara. El también parecía querer comunicarse conmigo.
Un día me entregaron en recepción el teléfono móvil que Erik se había olvidado en la discoteca. ¡Qué placer, tener algo suyo entre mis manos! No pude reprimirme y me puse a curiosear. Me extrañó ver fotos con Luis en sitios que yo no sabía que habían estado. Encontré mensajes amorosos, ¡en español!  ¿Tenía una novia española?,  pero mi desconcierto llegó a la indignación  y a la amargura cuando comprobé que los mensajes pertenecían a mi marido.
Fui yo quien abandonó la casa y el trabajo. No podía vivir cerca de ellos. Nunca averigüé desde cuando se conocían.
Horacio Diez. Carl Larsson

sábado, 10 de noviembre de 2012

AQUEL DOMINGO EN QUE NOS CONOCIMOS


Aquel domingo de Noviembre, me desperté indispuesta y sobresaltada. Me asusté, pues noté por los síntomas que aquello iba en serio. De hecho, un rato después me llevaron al hospital.
Yo había organizado una comida campestre, rociada con el primer mosto de Jerez, con un buen grupo de amigos. Según avanzaba la mañana y ante mi ausencia, la intuición o las noticias que vuelan, hicieron que se fueran presentando hermanos y amigos en la habitación del hospital. No faltó nadie.
Ellos se saludaban, charlaban, reían y hablaban de mí en tono jocoso, ajenos a que yo no sabía qué hacer para calmar el dolor que me invadía. Ni los consejos de los sanitarios, ni el gotero,  sirvieron de nada. Tu padre no se atrevió a despedir a las visitas y llegué a morderle en una mano llevada por la desesperación. Además, tenía mucha hambre, pero no me dieron comida en previsión de una posible intervención con anestesia.
Por fin, a última hora de la tarde, en una aséptica sala, donde una incómoda postura llevó mi sufrimiento al límite, sin que llegara la inconsciencia, hubo un momento en que todo paró, sentí un vacío y todo se tornó en felicidad cuando el médico te colocó sobre mí y sólo supe decir: “mi niña”, “mi niña”…mientras te sostenía incrédula y papá grababa.
¡Feliz cumpleaños, hija!